Hoy recogemos un artículo de Javier Martínez, cuyo enfoque sobre la necesidad de cambiar la forma de aprender, nos ha parecido más que interesante. Él nos ha permitido amablemente publicar su reflexión en este blog. Disfruta de su lectura:
NEO: “¿Sabes pilotarlo?”
TRINITY (llamando por teléfono al OPERADOR): “Necesito un curso para pilotar un helicóptero B212. Date prisa.”
TRINITY (segundos después): “En marcha…”
De la película Matrix
Resulta muy sencillo averiguar lo que cualquier persona sabe sobre aprendizaje. Basta con pedirle que diseñe un curso sobre algún tema que domina y observar cómo lo imparte. Los resultados suelen ser elocuentes y a su vez, decepcionantes.
No tengo ninguna duda de que la formación es la mejor herramienta de gestión del conocimiento (cuando se hace bien…). Por fortuna, aunque la mayoría de personas no tiene claro el concepto de gestión de conocimiento, no hay nadie que no sepa en qué consiste la formación. Al fin y al cabo, todos hemos vivido (y muchas veces sufrido) la experiencia de asistir a diferentes cursos a lo largo de nuestra vida, empezando tan temprano como cuando siendo niños acudíamos diariamente al colegio. Ya como adultos, la asistencia a todo tipo de actividades formativas se vuelve un hábito y algunos gozamos incluso de la oportunidad de diseñar e impartir cursos lo que nos permite conocer el proceso desde todos sus ángulos. Por esta razón, hay que empezar reconociendo que la formación, a pesar de ser una industria descomunal (la segunda en importancia detrás de la salud), no goza de la máxima popularidad, no ya por su finalidad, que nadie discute, sino por los medios que se utilizan para alcanzarla y sobre todo, por los resultados que entrega.
El objetivo de cualquier actividad de formación es siempre el mismo: Mejorar el rendimiento de las personas y como fin último, los resultados de la organización para la que trabajan. La formación corporativa se basa en una ecuación muy simple: Tiene que existir alguien que no sabe algo que necesita para desempeñar más eficientemente su trabajo (generalmente denominado “alumno”) y al mismo tiempo, tiene que existir alguien que si lo sabe (denominado profesor, ponente, relator, experto, etc.) y a quien se le “solicita” transferir su conocimiento a los “alumnos”. Sabemos que las empresas realizan un esfuerzo enorme cuando invierten tiempo y recursos tratando de que sus expertos internos capaciten a otros empleados, generalmente con resultados decepcionantes. Desde ese punto de vista, la formación es una actividad de gestión del conocimiento pura y su intención es encomiable: que lo que saben los expertos lo sepan los aprendices para mejorar el desempeño organizacional. Pero los resultados de las acciones de capacitación suelen ser generalmente frustrantes: terminado un curso, es casi imposible pensar que los “alumnos” están capacitados para hacer cosas que antes no podían hacer, generando impacto directo en el negocio. La mejor herramienta de gestión del conocimiento sería aquella que permitiese clonar a los expertos. Pero mientras ese deseo de muchos directivos se convierte en realidad, nos tenemos que conformar con lo que hoy nos ofrece la formación, es decir, con un intento arduo y estéril donde los que saben tratan infructuosamente de entregar lo mucho que saben a quienes saben menos.
¿Por qué se da esta situación donde por mucho esfuerzo que realice un profesor, resulta imposible que pueda transferir su conocimiento y habilitar a sus alumnos para que sean capaces de hacer lo que él hace? Hay varias razones que lo explican:
1. Los expertos no saben lo que saben. Para entenderlo, es necesario aceptar la premisa de que el conocimiento es inconsciente. Si te pregunto si sabes conducir un coche (conocimiento), posiblemente me dirás que sí pero si te digo que me pongas por escrito dicho conocimiento, te darás cuenta de lo difícil que resulta explicitarlo. Esto ocurre porque una vez que vamos perfeccionado nuestras capacidades, aquello que en un comienzo nos resultaba difícil, que nos exigía poner máxima concentración en lo que hacíamos, con el tiempo y mucha práctica lo vamos automatizando hasta que somos capaces de hacerlo sin pensar. Estas son las etapas que recorremos hasta ser capaces de aprender a conducir un coche (o cualquier otra cosa):
a. No sé que no sé. Cuando tenías 5 años, no sabías conducir ni sabías que hubiese que saber conducir porque no era un tema que te preocupase lo más mínimo, ya que alguien se ocupaba de transportarte.
b. Sé que no sé. Con 18 años te das cuenta que conducir es algo útil, no sabes hacerlo y no quieres seguir dependiendo de otros para ejercer tu libertad de movimientos.
c. Sé que sé. Cuando te bajas del coche el día que recién aprobaste el examen práctico, eres consciente de que legalmente estás habilitado para conducir aunque necesitas pensar cuidadosamente cada paso que das porque careces de la más mínima fluidez.
d. No sé que sé. Hoy, miles de horas y de kilómetros más tarde, cuando te subes al coche, ni siquiera necesitas pensar en lo que haces. Ponerte el cinturón, arrancar el coche, soltar el freno, pisar el embrague, meter marcha atrás mientras escuchas la radio, hablas por teléfono… el conocimiento se ha convertido en algo inconsciente.
Esto es exactamente lo que ocurre con los expertos en cualquier disciplina. No hay duda de que tienen mucho conocimiento pero no son necesariamente conscientes de cuál es, cómo lo han adquirido y, menos aun, cómo transferirlo a los demás. Pedir a un experto que construya un curso es casi una misión imposible si antes nadie le ha enseñado a “deconstruir” su conocimiento. Por esa razón, lo que generalmente genera un experto no es otra cosa que un powerpoint con la información (que no el conocimiento) que buenamente es capaz de explicitar, que ni por asomo representa lo que verdaderamente sabe, ni resulta de ninguna utilidad para sus alumnos.
2. Los expertos no saben cómo hacer que otros aprendan lo que ellos saben: Si quieres transferir tu conocimiento, necesitas en primer lugar ser un experto en aprendizaje y conocer de qué manera aprenden los seres humanos. Dime cómo enseñas y te diré como crees que aprenden las personas. Si cuando impartes un curso, te dedicas la mayor parte del tiempo a hablar y pasar diapositivas, entonces crees que las personas aprenden escuchando. Si diseñas un curso e-learning que consiste en que el alumno revise contenidos, vea animaciones y videos, opine en un foro y responda tests, entonces crees que las personas aprenden leyendo. Necesitas ser consciente de que el conocimiento no es un objeto sino que es una estructura neuronal que cada individuo construye en su cerebro y por tanto no puede ser transferido de forma directa. Lo que si es factible y deseable es ayudar a que cada persona cree su propia estructura neuronal. Siguiendo con el ejemplo del coche, si te pido que diseñes un curso para enseñarme a conducir, enseguida te das cuenta de lo siguiente:
a. De nada serviría dedicar mucho esfuerzo en preparar un powerpoint por 2 razones. Primero porque lo que preparases sería bastante pobre comparado con lo que verdaderamente sabes. Y segundo, porque para conducir un coche lo que hace falta es sentarse y pilotarlo (crear tu propia estructura neuronal) y no leer o escuchar presentaciones.
b. Si quieres que yo aprenda, necesitas pensar en términos de actividades y de practicar y no en términos de contenidos. Me sentarías contigo en el coche, me empezarías a mostrar algunas operaciones básicas y lo antes posible, me entregarías la responsabilidad (el volante) y me irías pidiendo que ejecutase actividades cada vez más complejas, corrigiéndome a medida que fuese cometiendo errores (como mostramos en diciembre al referirnos al ejemplo de la película El discurso del Rey).
Los expertos lo son en sus ámbitos de especialidad. Sin embargo no son expertos en aprendizaje y por tanto cuando deben enfrentarse a la situación de enseñar a otros lo que saben, las actividades de formación que diseñan y ejecutan y por ende, los resultados que se obtienen son muy débiles. Pero no hay nada que podamos recriminarles a ellos, no pueden hacer mas (aunque pueden aprender a hacerlo mucho mejor).
3. Para aprender, tienen que darse 3 condiciones:
a. Motivación: No debemos asumir que los asistentes a un curso quieren aprender lo que nosotros les queremos enseñar. La realidad es que quieren aprender lo que a ellos les importa, que es bien diferente. Para aprender, un alumno tiene que estar enfadado, insatisfecho, tiene que querer cambiar algo y sobre todo debe estar dispuesto a renunciar a lo que ya sabe.
b. Tiempo: Nadie aprende cosas duraderas en 1 hora o en 1 día. El aprendizaje es un proceso y no un acto, exige sacrificio, perseverancia, dedicación. Si alguien quiere alcanzar el conocimiento que tiene un experto, va a tener que dedicar más o menos el mismo tiempo que ese experto invirtió para aprender. No hay atajos ni fórmulas mágicas. El ejemplo de Matrix es -por ahora- ciencia ficción.
c. Práctica: Hace ya muchos siglos que sabemos que las personas aprenden haciendo y no escuchando o leyendo. No aprendes algo hasta que lo haces y sobre todo, lo recuerdas y lo sigues haciendo años después. Por tanto, si la formación no consiste en practicar repetidamente, no va a resultar eficaz. Si lo que quieres enseñar no se puede practicar, pregúntate si merece la pena enseñarlo. En el mundo de la empresa, al contrario que en el académico, no puedes enseñar aquello que no sabes hacer. Y desde luego, lo más importante en un curso ocurre a partir del día siguiente a que se termina que es cuando los alumnos deben aplicarlo en su trabajo.
Hay formas muy simples de evaluar si un curso o una actividad de formación será útil:
1. ¿Cuánto se parece al trabajo/tarea para el que te intenta preparar? Si quieres aprender a liderar, ¿el curso te pone permanentemente en diferentes escenarios donde debas liderar? Si no es así, no te engañes, no estarás aprendiendo a liderar sino que estarás aprendiendo liderazgo (teoría) que es otra cosa.
2. ¿Qué estamos mejorando con este curso? ¿Qué beneficio concreto obtiene el alumno y/o su empresa? Si no está claro que estemos mejorando objetivamente algún indicador concreto, entonces ¿Para qué sirve?
3. ¿Qué hace el participante durante el curso? ¿Escucha, lee? ¿O hace? Si el alumno no hace, entonces no aprende.
4. ¿Qué es capaz de hacer después del programa que NO era capaz de hacer antes? Ojo, no importa cuanto sabe una vez terminado el curso sino qué puede hacer.
5. ¿Cuánto habla el profesor? Cuanto más lo hace, menos aprenden los alumnos
6. ¿Dónde estaría el alumno si pudiese elegir? Si te dice que preferiría estar en el gimnasio, con su familia o tomando una cerveza con sus amigos, no dudes de que mentalmente está allí por más que su cuerpo aparezca físicamente sentado en la silla
¿Hace falta formación? En un mundo en cambio continuo, sin duda. Las estadísticas indican que en el mundo profesional, sólo el 20% de lo que aprendes ocurre de manera formal y el resto se adquiere en el puesto de trabajo. No queda otro remedio, por tanto, que acercar la formación al trabajo y hacerla parte intrínseca de la manera en que lo ejecutas. Si además sabemos que las personas aprenden practicando, entonces tenemos que cambiar las metodologías y la forma en que se diseñan e imparten los cursos para que se hagan cargo de esta realidad y lograr hacer una formación más eficiente y rentable. El discurso de la formación sigue siendo el mismo que hace 20 años solo que añadiendo unas gotas de tecnología para hacerlo o bien más barato o bien más sexy (una pizca de mobile Learning, un puñado de realidad aumentada, salteado con algunos juegos y un manojo de blended para rematar). Casi todos parecen estar esperando que pase la crisis para seguir haciendo lo mismo que ya sabemos que no funciona en lugar de aprovechar la oportunidad de rediseñar un futuro distinto.
No podemos seguir decepcionando expectativas y despilfarrando tiempo, esfuerzo y dinero con el mismo modelo que a pesar de sus nobles intenciones, está condenado a fracasar.